sábado, 20 de febrero de 2016

III Domingo de Cuaresma
Fray Rainero Cantalamessa

Domingo 28 de Febrero de 2016.

Nuestro éxodo pascual
Éxodo 3, 1-8a. 13-15; 1 Corintios 10,1-6.10-12; Lucas 13, 1-9

Uno de los temas dominantes de las lecturas de este Domingo, como en el resto de toda la Cuaresma, es el del éxodo. En la primera lectura, Dios habla a Moisés desde la zarza ardiendo, le revela su nombre y le confiere la misión: «Dijo Dios: Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob... El Señor le dijo: "He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios... Esto dirás a los israelitas: el Señor Dios de vuestros padres, Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros" ».

Yo no conozco de este fragmento de la Escritura una interpretación más vigorosa que el canto negro espiritual titulado Go down Moses. El motivo es sencillo. Estos cantos han nacido en un pueblo, que vivía la misma situación de esclavitud que los hebreos en Egipto. Conocían por experiencia el sufrimiento y experimentaban el mismo anhelo de liberación. «Ve: yo te envío al faraón para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto». Let my people go! Este estribillo es cantado en un tono tan solemne y profundo que hace casi sentir la majestad y la autoridad de aquel que habla.

Asistimos aquí al nacimiento de la Pascua. La Pascua no tiene origen en la tierra sino en el cielo. Nace de la compasión de un Dios, que oye el grito de los oprimidos, ve los sufrimientos y decide intervenir. Pascua es una palabra que escuchamos repetir continuamente durante este tiempo del año y que ocupa un puesto central en el lenguaje religioso de los cristianos. Por lo tanto, vale la pena gastar algo de tiempo en reconstruir la historia y sus significados.

Parece que el rito pascual profundiza sus raíces en una costumbre anterior a Moisés y que se pierde en la noche de los tiempos. El antepasado de la Pascua bíblica era un rito que las tribus de los pastores nómadas del Oriente Medio celebraban al inicio de la primavera, en el momento de la trashumancia, esto es, del paso de los pastos invernales a los estivales. En esta ocasión venía sacrificado un cordero, cuyas carnes eran consumidas después en el curso de una comida, con la que se reafirmaban los vínculos del clan. Parece que en un año, comprendido entre 1250 y 1230 antes de Cristo (la época en la que se sitúa la salida de Egipto de los hebreos), este rito humano fue elevado a institución divina. Esto es, llega a ser el memorial de una decisiva intervención de Dios en la historia de su pueblo. Un rito ligado, por lo tanto, ya no más al ciclo natural de las estaciones sino a la historia de la salvación. Éste es el modo habitual de actuar Dios, que se sirve de realidades naturales, como el pan en la Eucaristía, elevándolas a signos de realidades sobrenaturales y divinas.

El capítulo 12 del Éxodo relata la primera Pascua celebrada por los hebreos en Egipto. Desde este momento, la fiesta acompañará toda la historia del pueblo de Israel hasta nuestros días reflejando las vicisitudes alternas.

En la fase más antigua, la Pascua era la fiesta típica de un pueblo nómada de pastores. La víctima debía ser un cordero o un cabrito, esto es, una cabeza pequeña de ganado, el único del que disponían los pastores. También, el modo de comerlo asado al fuego, con hierbas amargas, de pie, las sandalias a los pies y el bastón en la mano (cfr. Exodo 12, 1ss.) refleja el mismo ambiente de los pastores. La cena pascual se celebra casa por casa. El mismo padre de familia es el sacerdote; es él quien explica a los hijos el sentido de los ritos realizados. El término «Pascua» es entendido como el «paso de Dios». El término hebreo pesach es muy próximo a un verbo, pasach, que significa «pasar sobre», en el sentido de saltar o ahorrar o cuidar. Por esto, la palabra Pascua viene interpretada en el sentido de que Dios pasa sobre las casas de los hebreos, señaladas con la sangre del cordero, las cuida, mientras zahiere a las casas de los egipcios (cfr. Éxodo 12, 23ss.).

Más tarde, después del asentamiento en la tierra de Canaán, por ejemplo, en el Deuteronomio, el rito toma rasgos nuevos, propios de un pueblo sedentario, que conoce ya incluso la agricultura. La víctima podía ser, de hecho, incluso un bovino. La inmolación de la víctima debía tener lugar sólo en el templo central por obra del sacerdote oficial. El mismo término Pascua se enriquece con un nuevo significado. No indica tanto el paso de Dios, cuanto el «paso del pueblo» desde la esclavitud a la libertad, de Egipto a la Tierra Prometida y, en sentido espiritual, de los vicios a la virtud.

En tiempo de Jesús, la celebración de la Pascua permitía dos momentos: la inmolación de la víctima, que tenía lugar en el templo de Jerusalén, y la cena pascual, que tenía lugar de casa en casa. En el curso de su última cena pascual, Jesús instituyó la Eucaristía, como memorial del nuevo éxodo universal de toda la humanidad desde la esclavitud del pecado a la libertad de hijos de Dios, que, de allí a poco, se iba a realizar con su muerte.

Pasemos, ahora, a la segunda lectura, en la que Pablo aplica a los cristianos las aventuras del éxodo de los hebreos. Escribiendo a los Corintios, el Apóstol hace notar que todo el pueblo de Israel pasó el Mar Rojo, todos estuvieron bajo la nube, todos comieron el maná y bebieron el agua de la roca. Pero, el Señor no se apiadó de la mayoría de ellos, porque murmuraron y desearon cosas malas. Y aquí añade una afirmación importante:

«Estas cosas sucedieron en figura para nosotros... Todo esto les sucedía como un ejemplo y fue escrito para escarmiento nuestro».

¿Qué quiere decir todo esto? Que no basta el éxodo físico, es necesario asimismo el éxodo espiritual; no basta pasar de un lugar a otro; es necesario pasar de un estado a otro, de un modo de vivir a otro. A muchos israelitas no les sirvió para nada salir de Egipto, porque no salían de sí mismos, de su propia voluntad. Así, nos quiere decir el Apóstol, para poco nos sirve también a nosotros los cristianos estar bautizados y hasta comer el cuerpo del Señor y beber su sangre (el maná y el agua) si después, como sucedía en Corinto, no se abandona el viejo modo de vivir con la fornicación y con la idolatría.

Sin embargo, el texto de Pablo plantea un problema, al que no podemos dejar de hacer referencia. Él dice que los sucesos del éxodo hebreo eran «figura» para nosotros. Podría parecer que con ello se vacía de sentido la historia del pueblo hebreo, haciendo de los acontecimientos del Antiguo Testamento unos puros símbolos o figuras de los del Nuevo Testamento. En efecto, en el clima polémico que ha caracterizado las relaciones entre Israel y la Iglesia, a veces se ha terminado con caer en este equívoco. Un obispo del siglo II, Melitón de Sardes , por ejemplo, afirmaba que la Pascua hebrea era un «boceto» de la cristiana. El boceto sirve para preparar la obra de arte y, una vez realizada ésta, se destruye, porque ya no tiene más valor. Pero, esto no es exacto. El Antiguo Testamento no es un boceto sino una parte integrante de la construcción. No sirve sólo para preparar el Nuevo sino que es su fundamento, porque Cristo no ha venido a abolir la ley sino a ejecutarla. Hace algunos años el Vaticano ha dictado normas sobre cómo usar el Antiguo Testamento sin ofender la sensibilidad de los hermanos hebreos, aún permaneciendo fieles a nuestras convicciones cristianas según las que Cristo es el cumplimiento de la Ley y el sentido último de toda la historia de la salvación.

Y llegamos, así, al fragmento evangélico. Un día le llega a Jesús la noticia de que algunos galileos han sido hechos asesinar por Pilatos. Y Jesús saca el motivo para una enseñanza y dice:

«¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».

Las desgracias no son, como piensan algunos, un signo del castigo divino para los culpables; son, en todo caso, un aviso para el que permanece en la maldad. Ésta es una clave de lectura indispensable para no equivocarse y llegar a perder hasta la fe frente a las calamidades terribles, que suceden cada día en la tierra. De este modo, Jesús nos hace entender cómo debiéramos reaccionar cuando, al anochecer, la televisión nos trae noticias de hechos luctuosos. No con aquellas expresiones estériles «¡oh, pobrecillos!» sino sacándoles punta para reflexionar sobre la precariedad de la vida, sobre la necesidad de estar a punto, de no aferrarse exageradamente a lo que de un día para otro nos puede llegar a faltar.

Pero, no es por esto principalmente por lo que el texto ha sido escogido como fragmento evangélico de un Domingo de Cuaresma. El motivo verdadero es que este pasaje completa la enseñanza sobre el éxodo. Nos dice cuál es el nombre nuevo del éxodo: conversión. Conversión, en el lenguaje bíblico, no indica el paso de un lugar a otro sino precisamente de un modo de vivir a otro.

La palabra conversión, oída en el contexto de la Cuaresma, nos recuerda una cosa fundamental. Dios hace el noventa y nueve coma nueve por cien de nuestra salvación. Pero, hay algo que también debemos hacer nosotros. Hemos visto que Pascua significaba dos cosas: Dios que pasa, pero, también, que el hombre pasa, esto es, gracia y libertad. Una no es suficiente sin la otra. Me vuelve al recuerdo una historia, ambientada en el Medioevo. Un hombre está a punto de ser ahorcado en la plaza de la ciudad, porque no ha podido pagar su deuda. Pasa por allí el cortejo del rey. Sabida la cosa, el rey mismo paga la mayor parte del rescate. Sin embargo, falta algo y el verdugo hace como que va a ejecutar la condena. La reina añade su limosna y así hacen algunos más del séquito. Al final, falta una sola pequeña moneda. El verdugo es inflexible: se debe proceder. El condenado, entonces, se hurga desesperadamente los bolsillos y encuentra que también él tiene una pequeña moneda. ¡Está salvado! El rey, en esa historia, representa a Cristo, la reina a la Virgen y los caballeros a los santos (aunque si bien María y los santos no hacen más que ofrecer también ellos los méritos de Cristo). Es necesario apuntar una última cosa. La conversión no es sólo un deber, es también para todos una posibilidad. Yo diría que es casi un derecho. Nadie está excluido de la posibilidad de cambiar. Nadie puede ser dado por irrecuperable. A veces, hay en la vida situaciones morales que parece que no tienen camino de salida: divorciados vueltos a casar, personas que conviven sin estar casadas, situación de ruptura aparentemente definitiva entre marido y mujer, gravosos precedentes penales a cargo, condicionamientos de todo género. También, para éstos existe la posibilidad de cambio.

Cuando Jesús dijo que era más fácil a un camello entrar por el agujero de una aguja que para un rico entrar en el reino de los cielos, los apóstoles opinaron: «Entonces, ¿quién se podrá salvar?» Jesús respondió con una frase que vale asimismo para los casos que he apuntado antes: «Imposible para los hombres, no para Dios» (cfr. Lucas 18,25-27).

Antes de concluir, volvamos a recordar las palabras de Dios a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos». ¡Qué sabor nuevo tienen estas palabras leídas hoy con ojos de cristianos! En Cristo, en verdad, Dios ha descendido para liberar a su pueblo. No ha descendido sólo con la intención o con el pensamiento sino realmente y en persona. No ha descendido para liberar a un pueblo de otro sino para liberar a todos los pueblos del enemigo común, que es el pecado y la muerte. Cristo, en verdad, como lo llama el Apóstol, es «nuestra Pascua» (1 Corintios 5,7).

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